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Graciela Montes. En: Espacios para la lectura. Órgano de la red de animación a la lectura del Fondo de Cultura Económica. Año 1, núm.1, invierno de 1995. pp. 4-6



La querella entre los defensores de la “realidad” y los defensores de la “fantasía” es una vieja presencia en las reflexiones de los pedagogos acerca del niño y de lo que le conviene al niño.

Según el parecer de muchos, una de las cosas que menos les convendría a los niños sería precisamente la fantasía. Ogros, hadas, brujas, varitas mágicas, seres poderosos, amuletos milagrosos, animales que hablan, objetos que razonan, excesos de todo tipo deberían según ellos ser desterrados sin más complicaciones de los cuentos. El ataque se hace en nombre de la verdad, de la fidelidad a lo real, de lo razonable.

Ya Rosseau había determinado que poco y nada habría de intervenir la literatura en la esmeradísima educación de su Emilio, y muchísimo menos los cuentos de hadas, lisa y llanamente mentirosos.

Y después de él innumerables voces se levantaron contra la fantasía.

A esta condena tradicional se agregará luego otra, formulada a la luz de la psicología positivista. “Con los cuentos truculentos, sanguinarios y feroces que leyeron los niños hasta ayer, es lógico que aumentara la criminalidad en tiempos de guerra y en tiempos de paz”, así decía el Mensaje del Comité Cultural Argentino que sirvió como prólogo al libro de Darío Guevara, Psicopedagogía del cuento infantil , un clásico de los años cincuenta.

Y, para no quedarnos en los cincuenta, en 1978, durante la dictadura militar, un decreto que prohibió la circulación de La torre de cubos, de Laura Devetach, hablaba en sus consideraciones de exceso de imaginación -"ilimitada fantasía" dice- como una causa principal para desaconsejarlo.

En fin, la fantasía es peligrosa, la fantasía está bajo sospecha: en eso parecen coincidir todos. Y podríamos agregar: la fantasía es peligrosa porque está fuera de control, nunca se sabe bien adonde lleva.

Pero ¿de qué se acusa en realidad a la literatura infantil cuando se la acusa de fantasía? ¿Por qué tanta pasión en la condena? ¿En nombre de qué valores se lanza el ataque? ¿Qué es lo que se quiere proteger con ese gesto?

Estoy convencida de que, en esta aparente oposición entre realidad y fantasía, se esconden ciertos mecanismos ideológicos de revelación/ ocultamiento que les sirven a los adultos para domesticar y someter (para colonizar) a los chicos.

Para echar un poco de luz sobre la cuestión, es indispensable que antes tratemos de entender qué es esa especie de bicho raro, la literatura infantil, es un campo aparentemente inocente y marginal donde, sin embargo, se libran algunos de los combates más duros y más reveladores de nuestra cultura.

Para empezar, si la literatura infantil merece el nombre que tiene, si es literatura, entonces es un universo de palabras que no nombra al universo de los referentes del mismo modo como cada una de las palabras que lo forman lo nombraría en otro tipo de discurso, un universo de palabras que sobre todo se nombra a sí mismo y alude, simbólicamente, a todo lo demás.

Por dar un ejemplo burdo: nadie corre a buscar un balde de agua cuando lee el relato de un incendio. Sabe que el fuego está al servicio del cuento. Sin embargo, y aunque muchos puedan pensar que esto es evidente, el Mensaje de los pedagogos que cité antes, por ejemplo, o el Decreto de 1978 imaginan una relación tan directa y tan ingenua entre las palabras y las cosas que recuerdan al que busca el balde para apagar el incendio del cuento.

Si se defenderían los que corrieron a buscar agua, será literatura, pero es literatura infantil, y esa palabrita basta para que todo se transtorne, para que entren a terciar otras fuerzas, para que cambien las reglas del juego. Porque lo infantil pesa, pesa mucho y, para algunos mucho más que la literatura.

Y claro, piensa uno, no puede menos que pesar: una literatura fundada en una situación comunicativa tan dispareja –el discurso que un adulto le dirige a un niño, lo que alguien que “ya creció” y “sabe más” le dice a alguien que “está creciendo” y “sabe menos”- no puede dejar de ser sensible a ese desnivel. Es una disparidad que tiene que dejar huellas.
Pero ¿cuáles son las huellas que deja? ¿Y quién es el que deja marcas, el niño al que el texto busca como lector, o más bien el adulto en el que se originó el mensaje?

En realidad, basta seguir mirando para darse cuenta de que todo lo que los grandes hacemos en torno de la literatura infantil (no sólo cuando la escribimos, sino también cuando la editamos, la recomendamos, la compramos... o la soslayamos) tiene que ver no tanto con los chicos como con la idea que nosotros –los grandes- tenemos de los chicos, con nuestra imagen ideal de la infancia.

Y ahí llegamos al ojo de la tormenta.

La relación entre los grandes y los chicos no es una campiña serena, sino más bien una región difícil y escarpada, de a ratos oscura, donde soplan vientos y tensiones, un nudo complejo y central a nuestra cultura toda, que de ningún modo podría pretender y o despejar en unas pocas palabras. Me limito a señalar que nuestra sociedad no ha confrontado todavía, serenamente como el tema merece, su imagen oficial de la infancia con las relaciones objetivas que se les proponen a los chicos, porque una cosa es declamar la infancia y otra muy distinta tratar con chicos. Sólo cuando franqueemos nuestra relación con los chicos podremos franquearnos con su literatura. Hoy apenas estamos aprendiendo a cuestionar algunas de las muchas hipocresías con que ocultamos nuestra relación con la infancia. Al menos, lo infantil es hoy problemático.

Pero ¿qué es lo infantil?

Hoy todo el mundo habla de la infancia. Sabemos, sin embargo, que durante muchísimos años la cultura occidental se desentendió de los chicos (tal vez, sugieren los historiadores, porque los chicos se morían como moscas y no valía la pena de detener la mirada en ellos), y que tardíamente, en el siglo XVIII muy especialmente, se empezó a hablar de infancia.

Hasta entonces habría sido insólito que a un escritor se le hubiese ocurrido escribir para los chicos. Los chicos recibían en forma indiscriminada, los mensajes que se cruzaban entre los grandes (entre esos mensajes estaban esos cuentos “sanguinarios, truculentos y feroces”, de los que hablaba nuestra cita, posiblemente mucho más sanguinarios, truculentos y feroces de lo que llegarían a ser luego, cuando se convirtieran en tradicionalmente infantiles). Es de imaginar que esos mensajes que se cruzaban entre adultos eran en parte incomprensibles y en parte apasionantes, como siempre es para los chicos todo lo que pertenece al mundo de los grandes.

Hay que admitir que, si bien los grandes tardaron en “descubrir” a los chicos, en cuanto lo hicieron no cesaron de interesarse en ellos, y de la indiscriminación se pasó a una especialización cada vez mayor: una habitación para los chicos (la nursery), la industria del juguete, el jardín de infantes, muebles diminutos, ropa apropiada, la literatura deliberada, en fin, “lo infantil”.

Con el tiempo se fue sabiendo más y más acerca de los chicos. Su evolución, sus etapas, sus necesidades, su psicología... Fue la época de oro de los pedagogos.

Casi todos ellos compartían la opinión generalizada de que, si la literatura era infantil, tenía que adaptarse -como la ropa, como los juguetes, como el mobiliario- a los parámetros ya establecidos.

A esa época perteneció la condena, primero por mentirosos y por supersticiosos, después por crueles y por inmorales, de los cuentos tradicionales, de los cuentos de hadas, ogros y brujas. La fantasía de esos cuentos no era controlable y debía ser desterrada del mundo infantil.

Los ogros, las brujas y las hadas europeos pasaron a la clandestinidad, pero sobrevivieron a pesar de todo: se refugiaron en las clases populares, de donde habían salido, y en las ediciones de mala calidad y sin pie de imprenta que se vendían por pocos centavos en los mercados.

En América, otro coto de colonización tan interesante como la infancia, simultáneamente, la vigorosa imaginería indígena –en la que no había el menor asomo de especialización infantil- era arrinconada doblemente, por insensata, por desatada, y por americana, y sólo sobrevivía en algunos bolsones, muchas veces mezclada con la imaginería popular europea que traían los colonizadores.

Entretanto, la sensatez y el control avanzaban. Era la época de los juguetes didácticos y también de una literatura que a mí me gusta llamar “de corral”: dentro de la infancia (la “dorada infancia” solía llamarse al corral), todo; fuera de la infancia, nada. Al niño sometido y protegido a la vez, se lo llamaba “cristal puro” y “rosa inmaculada” y se consideraba que el deber del adulto era a la vez protegerlo para que no se quebrase y regarlo para que floreciese.

Con el tiempo se elaboraron reglas muy claras acerca de cómo tenía que ser un cuento para niños. En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente comprensible (había incluso una pauta que fijaba el porcentaje de vocabulario desconocido que se podía tolerar), tenía que estar dirigido a cierta edad y responder a los intereses rigurosamente establecidos para ella. No podía incluir la crueldad, ni la muerte, ni la sensualidad, ni la historia, porque pertenecía al mundo de los adultos y no a la “dorada infancia”, eran bestias del otro lado del corral y había que tenerlas a raya. Era común que esa literatura llamara a su pretendido interlocutor, el niño ideal, “amiguito”: una manera de ganarse su confianza y, a la vez, mantenerlo en su lugar.

Fue en esa época de creciente control sobre la infancia cuando empezó a cobrar fuerza la idea de que la fantasía podía ser peligrosa. Se proponía, como alternativa, una especie de “realismo” muy particular que echó raíces y que, con altibajos, sobrevive hasta nuestros días. Crecieron como hongos cuentos de “niños como tú” colocados en situaciones cotidianas, semejantes en todo lo visible a las del lector –cuentos disfrazados de realista-, en los que sin embargo, por arte de birlibirloque, la realidad era despojada de un plumazo de todo lo denso, matizado, tenso, dramático, contradictorio, absurdo, doloroso: de todo lo que podía hacer brotar dudas y cuestionamientos. Así, despojada, lijada, recortada y cubierta por una mano de pintura brillante era ofrecida como la realidad, y el cuento, como cuento realista. Los pedagogos, contentos, porque el cuento informaba acerca del entorno, “educaba” (fin último de todo lo que rodeaba a lo infantil) y no se desmadraba por esos oscuros e imprevisibles corredores de la fantasía.

Los discursos que tienen como tema la “información sexual” son particularmente reveladores de ese mecanismo de información/escamoteo de información, de mostración/ocultamiento que subyace en el realismo para consumo infantil. Los pedagogos más progresistas consideraban necesario y recomendable en los años cincuenta que los relatos para niños dieran cuenta de la actividad sexual en la naturaleza. Para eso, ya se sabe, se sugería hablar de las flores primero, de los pollitos después y por último de los terneros. Más de allí no llegaban ni siquiera los más audaces. Pero lo interesante es que mucho más enfáticas que las recomendaciones para que se abriese la información eran las infaltables recomendaciones para que no se fuesen a escapar las “aberraciones”, para que no se soltasen las bestias. Sexo sí, pero un sexo razonable, sin emociones, sin sexualidad, sin fantasía.

Es curioso, pero los mismos que proponían una literatura realista solían suponer que los niños vivían en un mundo de ensoñaciones, con poco contacto con el mundo real. Parecían pensar que al pobre soñador había que fabricarle una realidad ad hoc, una especie de escenografía, un simulacro para que jugase a la realidad sin asustarse demasiado. A veces, como concesión a esa supuesta ensoñación perpetua en la que vivían los niños, aparecían en los cuentos “sueños”, viajes imaginarios cuidadosamente enmarcados dentro de la realidad, que siempre terminaban cuando el niño se despertaba y la tranquilizadora realidad volvía a ampararlo.

Esa fantasía hueca del sueñismo divagante estaba muy lejos de la sólida y vigorosa fantasía de los cuentos tradicionales, que no divagaba sino que estaba perfectamente enraizada en las ansiedades, los deseos y los miedos muy reales y contundentes de los chicos.

El realismo mentiroso y el sueñismo eran dos actitudes perfectamente complementarias: alternativamente se “protegía” al niño de las fantasías, cercenándole una de las dimensiones más creativas que poseía, y se lo exiliaba dentro de ella, alejándolo del mundo de los adultos.

La prueba de la delicada ambigüedad con que los adultos pretenden dosificar la realidad y fantasía en el brebaje que les preparan a los niños radica en el hecho de que tan “peligrosa” resulta la fantasía desatada como la realidad sin recortes ni maquillaje.

De que la realidad resulta escandalosa puedo dar testimonio personal. Cuando en 1986 edité una serie de libros para niños donde daba cuenta con palabras sencillas pero sin pelos en la lengua de lo que había sucedido en nuestro país durante la dictadura y hablaba, por primera vez en un texto para chicos, de los desaparecidos, las críticas de los sectores más reaccionarios de la educación se centraron en que ésos no eran temas para tratar con chicos. Para muchos no estaba mal hablar de derechos humanos, por ejemplo, siempre y cuando uno se mantuviese en el terreno del deber ser; uno podía enumerarlos y decir que había que respetarlos, pero de ninguna manera relatar sus violaciones.

Esa cuidados desrealización de la realidad es la que campea en nuestros libros de historia, que se convierten en galerías de héroes, villanos y fechas patrias, es decir en la auténtica deshistorización de la historia.

En síntesis, el manejo de la pareja realidad/fantasía le permite al adulto ejercer un tranquilo y seguro poder sobre los niños. Con esas dos riendas, los adultos –no porque sí, sino seguramente por motivos muy profundos, por viejas tristezas y viejas frustraciones, tal vez tratando de proteger la propia infancia de toda mirada indiscreta –podemos mantener a los chicos en el corral dorado de la infancia.

El corral protege del lobo, ya se sabe, pero también encierra.

Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos controladores, tanto la fantasía descontrolada –la que se atreve a todo, la que se vuelve fácilmente sensual o sangrienta y cruel- como la realidad se cuela dentro del corral. Están en los juegos de los chicos –donde uno vive, muere o se salva fantásticamente pero con intensidad muy real-, están en los disparates, en las retahilas (siempre me acuerdo de una que jugábamos cuando era chica para elegir quién era la mancha: "Bichito colorado mató a su mujer con un cuchillito de punta de alfiler. Le sacó las tripas, las puso a vender: ‘¡A veinte, a veinte, las tripas de mi mujer!’"), en los que creo que se refugiaron los chicos por falta de fantasías nuevas) y también en algunos libros que burlaron de la vigilancia de los pedagogos y circularon con sus locas fantasías y sus intensas realidades por todas partes. Tal vez el ejemplo más interesante de cómo la literatura puede a veces burlar la vigilancia, sea en Europa, el de Lewis Carroll, que era un párroco inglés tan serio, tan culto, tan puntilloso y respetable que nadie pudo reprocharle esos cuentos absolutamente inclasificables que escribió, entroncados en el mejor disparate infantil, en el sin sentido más cruel y despiadado, y que arrastran con ellos una fantasía tan vigorosa que no podían sino hacer que las convenciones victorianas se tambalearan como un castillo de naipes. Lo de Carroll era literatura, mucho más que infantil, por eso burló la vigilancia.

El siglo XX, posfreudiano y postpiagetiano, parece dar vuelta el prolijo tablero de los pedagogos del siglo XIX. Por lo pronto se le devuelve a la fantasía la estima oficial.

Para eso hizo falta que el psicoanálisis demostrara que no todo está bajo control, que se ocupara de los sueños y reivindicara su estrechísima vinculación con la vigilia. Fantasía y realidad estaban de pronto más cerca que nunca.

Hizo falta también que los educadores rescataran al juego como constructor de lo real. Hizo falta un Piaget que centrara el desarrollo de la inteligencia en esa actividad que, en una de sus formas más conspicuas, giraba precisamente en torno de la fantasía. El juego simbólico, en que el niño “jugaba a ser” y “jugaba a hacer” evocando ausencias, era central para el desarrollo del símbolo, del pensamiento y, por lo tanto, para la adaptación inteligente y creadora a la realidad. La fantasía no era, entonces, tan evasora de lo real como parecía. Es más, se nutría de lo real y revertía sobre lo real. Era la dimensión libre y poderosa de la relación entre el hombre y su entorno. En el juego, el niño compensaba carencias, liquidaba conflictos, anticipaba situaciones y, en general, purgaba temores.

Es más, hubo más recientemente un Bruno Bettelheim que se ocupó de reivindicar por terapeúticos a los “sanguinarios, truculentos y feroces” cuentos de hadas de los que hablábamos al principio.

En fin, podría decirse que hay otras reglas del juego, que las relaciones entre realidad y fantasía ya no podrían ser las de antes, y sin embargo...

Sin embargo, siguen siendo muchos los que consideran que la fantasía es peligrosa, que la realidad es peligrosa, y que no hay cómo un buen sueñismo bañado en realismo mentiroso para mantener a los niños donde deben estar, en el corral de la infancia. La razón está, en que el adulto no quiere renunciar al método del corral, que le resulta tan eficaz y que facilita tanto la tutela sobre los niños.

Pero hay temblores, y me atrevo a decir que hoy esa extrema tutela está sin grietas está entrando en crisis. No somos pocos los que, tratando de vincularnos con los chicos más que con la infancia, nos preguntamos si nuestra cultura no estará cambiando la indiferencia de hace cuatro siglos por la asfixia, si no nos estaremos olvidando de esa firme voluntad de crecer, que es la característica más señalada de todos los que están creciendo –y por lo tanto de los chicos--, en fin, si entre tantos juguetes didácticos, tantos ámbitos controlados y tantos mensajes deliberados, nuestros chicos podrán encontrar el camino para salir del corral.

Da la sensación de que la literatura infantil está hoy más dispuesta que antes a colaborar en abrir tranqueras. Algunos controles se han aflojado y a los que escribimos para los chicos nos está permitido comprometernos con la palabra, es decir, hacer literatura, es decir, permitir el flujo no dirigido por reglas exteriores de un discurso que se organiza según leyes propias. Últimamente todos estamos más dispuestos a aceptar que en el fondo los chicos y los grandes no estamos tan apartados como quisieron hacernos creer, y hasta sospechamos incluso que los chicos también están adentro de nosotros mismos.

En fin, es una búsqueda nueva; ni el sueñismo de la fantasía divagante ni el realismo mentiroso. Más bien exploración de la palabra, que es exploración del mundo y que incluye en un solo abrazo lo que suele llamarse realidad y lo que suele llamarse fantasía. Es decir, literatura.

Durante muchos años pesó más el platillo de lo infantil; ahora está empezando a pesar el platillo de la literatura. La literatura, sospecho, nos va a sacar del corral.

¿Y qué se hizo de lo infantil, que tantos desvelos produjo a nuestra cultura? Creo que, mientras la literatura crece, lo infantil (que fue durante muchos años una tarea exterior, un conjunto de deberes) se nos va metiendo adentro de nosotros mismos.

Los que escribimos literatura infantil nos damos cuenta de que cambia el interlocutor. Ya no es el “niño ideal”, la imagen que nuestra cultura ha ido dibujando y que resume no lo que los niños son, sino lo que deberían ser, según el pensamiento oficial ; es más el propio niño interior, mucho más cercano por supuesto a los niños reales –posibles lectores- que esta imagen impostada y arquetípica. Y ya se sabe que, cuando cambia la situación comunicativa, cambia el discurso todo. A partir de entonces es con el lector y no hacia el lector que fluye el discurso.

Ya no es cuestión de “bajar línea” porque no podemos bajarnos línea a nosotros mismos. Tampoco podemos escamotearnos la realidad ni negarnos nuestras propias fantasías. Mucho menos podemos palmearnos condescendientemente nuestra propia cabeza y llamarnos “amiguito”.

Ahora, cuando nos encontramos el adulto que somos con el chico que fuimos, la famosa polémica realidad/fantasía parece quedar atrás.

Durante años, pacientes y razonables adultos se ocuparon de levantar cercos para detener la fuerza arrolladora de la fantasía y la realidad. Tenían un éxito relativo porque, de todos modos, los monstruos y las verdades se colaban, entraban y salían. Ahora hay señales claras de que el corral se tambalea, de que los grandes y los chicos se mezclan indefectiblemente. Ya nadie cree que los chicos vivan en un mundo de ensoñaciones, es más: todos comprenden que son testigos y actores sensibles de la realidad. Tampoco quedan muchos ya que no admitan que los adultos –incluidos los sensatos y prudentes pedagogos- son sensibles, extraordinariamente sensibles a la fantasía.

En: Espacios para la lectura. Órgano de la red de animación a la lectura del Fondo de Cultura Económica. Año 1, núm.1, invierno de 1995. pp. 4-6


Fuente: http://redescolar.ilce.edu.mx/






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